“Están cayeeendo, hojas blancas en mi cabellera. Por los años que han ido pasando. La experiencia sigue madurando. Están cayendo, hojas blancas en mi cabellera. Y mi cuerpo se sigue agotando. Cada día mas y mas”
El Gran Combo
Era un día perfecto. Manejaba mi guagua con el “brake light” encendido como siempre, pero nada perturbaba mi paz. La brisa estaba fresca, Batacumbele se escuchaba en mi cd player e iba con las ventanas abajo pues quería disfrutar de los beneficios de salir del área metropolitana. Humacao era mi destino final. Allí se daría un encuentro entre los artesanos de Las Piedras y los grises de Humacao en la pelota Doble A.
Pasé el peaje de Caguas, donde dicen que la civilización termina y me di cuenta de algo terrible que me deprimió de inmediato. Ahí, detrás de mi oreja izquierda estaba mi primera cana. Era totalmente blanca y se paraba entre medio del resto de mi cabello, como queriéndome decir: “Aquí estoy compañera. Bienvenida a la madurez. Eres oficialmente vieja”.
Tratando de mantener la compostura, y recordando que podía ser un engaño de la luz, proseguí a pararme en el carril del paseo porque aquél descubrimiento era una verdadera emergencia. Era una cana enorme, no había forma de ocultarla. La tomé entre mis dedos y la observé detenidamente. Me dije a mi misma, “Andrea, la esclavitud de pintarte el pelo a comenzado”. Dudé de mi juventud justo en ese momento. Puse el carro en primera y continué el camino, esta vez sin Batacumbele en el fondo porque la tristeza me sofocaba. ¿Pero si todavía no he cumplido 28 años? ¿Como es posible esto? Ahora que tengo una, ¿otras saldrán? ¿Porque estaba parada de esa forma y no pudo aparecer en las últimas capas de mi pelo, donde nadie se da cuenta? Todas estas preguntas resonaban en mi cabeza una y otra vez. Estaba irreconocible. Siempre pensé que no tenía miedo a envejecer. Yo era de las que decía que la vejez iba a ser para mí una etapa maravillosa llena de experiencias acumuladas que de seguro me brindaría sabiduría. Era de las que aplaudía cuando una mujer se dejaba sus canas sin tapar, medias salteadas en su cabellera. Era de las que pensaba que según pasaran los años, mas completa me iba a sentir. Toda esa teoría se vino a la borda cuando ví a “Celia”(nombre que le daré a mi cana de ahora en adelante) por primera vez. Celia llegó a mi vida para decirme que en efecto el tiempo pasa y sin duda nos vamos poniendo viejos. Celia llegó un mes antes de tener que rendir la planilla. Celia llegó sin avisar. Celia llegó a joderme.
Volví a parar el carro cuando vi la salida principal hacia Juncos y puse la emergencia porque necesitaba las dos manos. Con ojos dudosos me miré en el espejo retrovisor y dije en voz alta: “Celia que bueno es conocerte, ahora querida mía, desaparece. Y con esas firmes palabras arranqué a Celia de mi cabeza. Abrí la ventana y la solté en la grama verde de Juncos, porque mi mamá me enseñó a respetar la naturaleza. Del polvo vienes y al polvo te irás.
Me tomó cinco segundos subir la ventana porque quería darle un minuto de silencio a Celia. En los veinte minutos que Celia y yo convivimos me enseñó mucho. Me ayudó a comprender que aunque quisiera evitarlo, yo era como muchas otras mujeres, completamente vanidosa. Respiré profundamente y volví a la autopista. Batacumbele sonó nuevamente y juré allí mismo que si algunas compañeras de Celia comienzan a salir, las llevaré a Juncos para que la visiten. Digo, pensando en que Celia no esté sola…